Había tanto que quería
hacer con él.
Quería ver cientos de
películas acomodada en sus brazos. Quería mostrarle todos los lugares mágicos
que mis ojos habían podido hasta ahora contemplar. Quería enseñarle cómo montar
a caballo, usar una cámara y manejar un coche a 150 kilómetros por hora.
Quería ver amaneceres a su
lado.
Quería que probara mis
mejores recetas. Quería cuidarlo cuando estuviera enfermo y contarle cuentos
antes de dormir. Quería pasar mis manos por su cabello hasta que durmiera y
soñara con mil estrellas. Quería que me enseñara a jugar futbol. Quería que me
dedicara una canción. Quería dedicarle un poema.
Quería compartir con él
sus pasiones y nostalgias. Ser su persona de contacto en caso de emergencias en
el carnet de conducir. Quería ser en quién pensara durante un viaje largo.
Quería ser a quien quisiera llamar justo antes de dormir.
Quería ver atardeceres a
su lado.
Y al final, los días
seguían pasando y parecía que no hacía nada de esto junto a él. Porque el
tiempo se me iba simplemente contemplándolo. Perdiéndome en esos ojos tan
peculiares que parecían siempre dispuestos a decirme la verdad. Bajo esa mirada
que escarbaba tanto en mi que me hacía salir del molde, y desconocerme. Unos
ojos tan intensos, que los suspiros se amontonaban en mi pecho y me ahogaban…y
aletargaban.
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